lunes, 5 de noviembre de 2012

NOCHE DE MUERTOS


Las luces del salón titilaron. Volvieron a titilar una y otra vez mientras mirábamos la tele.  Mejor las apago, dije, no sea cosa que se quemen. Era raro, sólo titilaron las del salón, ninguna del comedor ni de la cocina. Unos minutos después volví a encenderlas y antes de girar mi cabeza hacia el televisor, un movimiento me desvió la vista: dos hojas del poto se agitaron. Sólo dos hojas de esa planta. Ninguna otra planta se agitó. Ninguna otra hoja. Sólo dos. No fue un temblor, se movieron de arriba abajo como si una ráfaga de viento las hubiera sacudido sólo a ellas, pero no estaban abiertas las ventanas. Volví a encender las luces. Dos minutos después volvieron a titilar. Las apago, dije nuevamente. Cuando las del salón estuvieron apagadas, titilaron las del comedor. Joder, dijo mi marido, la culpa la tiene tu altar. Y eso que no les puse comida ni bebida, ni un camino de pétalos de cempasúchil, ni el farolito de papel en la puerta de la casa, dije yo. Me encontraron igual. Mejor hago sonar las campanitas.



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